22 de noviembre de 2020
Solemnidad de Cristo Rey del universo, año A
“Señor, ¿cuándo te vimos?” (Mt 25,37.38.39)
Esta es la pregunta que más se repite en el Evangelio de hoy y que habla de un momento final de la historia, cuando el Señor regresará y habrá un gran juicio en la vida de todos. Y sucederá que el Señor revelará a cada uno su propia obra, misma que, según la parábola, nadie sabe ni quién hizo el bien, ni quién lo omitió.
Pero el mayor asombro será, darse cuenta de que ese gesto concreto y hecho a esa persona concreta fue realmente hecho a Cristo, que se identifica enteramente con los pobres y necesitados de cuidados (Mt 25,40).
De esta Palabra, me gustaría señalar una rareza.
En la parábola se nos dice que quien se acerca a un hombre en su sufrimiento y no lo hace por otro motivo que el de una hermandad común, lo hace (sin saberlo) al mismo Señor que está presente en el hermano que sufre.
La parábola nos dice lo que (por la misma lógica de la parábola) no debemos saber: que todo gesto de amor que se hace a alguien es en realidad hecho a Cristo.
A primera vista parece extraño, porque debemos amar al prójimo por ser tal, ya que el Reino de los Cielos ocurre en esta gratuidad; debemos amar a nuestro prójimo, sin saber que amamos a Cristo de esta manera; es precisamente lo que nos dice la parábola.
Aquí, quizás radique un nudo crucial de nuestra fe que está en esta novedad constante, en esta revelación que se renueva siempre y exactamente ahí: en ese fragmento doloroso de la historia donde nos parece que el Señor está ausente, allí se revela toda la plenitud de su misericordia.
La fe es ese asombro de la mirada que se abre para reconocer al Señor exactamente allí, en esa persona, en ese evento, donde nunca hubiéramos pensado poder encontrarnos con él.
Por eso, el juicio mencionado en la parábola no es algo que ocurra sobre todo al final de los tiempos.
Es el juicio que establece un criterio de discernimiento para la vida de cada día y de todo cristiano, llamado a amar no para obtener una recompensa, no para cumplir una obligación religiosa, sino para un desbordar el don que recibió primero. Y luego, dentro de este gesto profundamente humano suyo, reconoce la presencia de Otro, y allí encuentra al Señor, allí lo “ve” (cf. Mt 25, 37).
Como Francisco de Asís, que abraza y besa al leproso, que “le muestra misericordia” sin motivación religiosa alguna; y quien, luego de hacerlo, reconoce cuánto estuvo presente el Señor en ese evento que cambió su vida.
Los sinópticos relatan, con algunos matices diferentes, las palabras de Jesús según las cuales el Reino de Dios no llega de tal manera que llame la atención. Y si alguien dice “aquí está”, o “está allá”, no hay necesidad de darle crédito (cf. Lc 17, 22ss y paralelos).
Dado lo que dice la parábola de hoy, no puede ser de otra manera.
El Reino de Dios no es reconocible con los ojos de la carne, con los criterios del mundo.
Si fuera así, lo buscaríamos en los grandes acontecimientos de la historia, en los grandes personajes, en los lugares importantes.
El Reino de Dios existe, pero hay que buscarlo, y se encuentra en los tugurios de la vida, en los últimos de la historia, los mismos que Jesús, al comienzo de su predicación, había declarado “bienaventurados” (Mt 5, 1-12 ).
Y la vida, es este descubrimiento siempre nuevo.